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MIRADA DEL EXPERTO

Mirada del experto

El dilema de las mujeres policías: entre la democratización y la brutalidad - Por Sabrina Calandrón Doctora en Antropología Social (UNSAM)

La silueta de mujeres enfundadas en uniforme azul se hizo cada vez más habitual por las calles de la provincia de Buenos Aires. Esta imagen con frecuencia genera la pregunta, entre el público que las mira desfilar y se considera con el poder de criticar todo, qué es lo que puede hacer una mujer en la policía, qué habilidad tendrá para ofrecer seguridad a la ciudadanía y cuánta resistencia podrá ofrecer en ese propósito. El ingreso de mujeres a las fuerzas policiales abrió varias interrogantes y puso a prueba prejuicios de género que posábamos sobre ellas tanto desde el mundo de la política y espacios de militancia como de las trincheras policiales y los sectores considerados progresistas en materia de políticas de Estado.

El fin de las restricciones (de ingreso, ascenso y operacional) para las mujeres en las instituciones policiales en Argentina llegó en etapas históricas distintas que comenzó por la Policía de la Provincia de Buenos Aires en la década de 1940 y se extendió hasta los años 2005 y 2006 cuando la Gendarmería Nacional Argentina se plegó a las políticas de integración. Este proceso prolongado, escalonado y espiralado da cuenta de las dificultades y desafíos a la hora de ofrecer y sostener la posibilidad de hacer una carrera profesional para las mujeres en las fuerzas policiales. La integración de género supuso afrontar, primero, para la policía en su conjunto, el abandono de una identidad policial montada en la masculinidad hegemónica donde lo femenino era considerado débil, manipulable, dominable y -principalmente- ajeno. Luego, para los agentes, la convivencia de género significó un reto no siempre superado. La novedad exigía respeto en el plano de las relaciones, espacios de trabajo, capacidades profesionales e intimidad que no siempre se mantuvo. Y, finalmente para la conducción policial, no fue fácil encontrar la argamasa profesional que debía transmitirse a los agentes sin que se tratara, necesariamente, de un hombre socializado en una cultura que lo inclina hacia el uso de la fuerza física.

En la dirección opuesta a los prejuicios elaborados en el seno policial y en muchos de esos vecinos que desconfían de la fortaleza y capacidad de las mujeres, algunos sectores progresistas del Estado depositaron en ellas una particular expectativa: la posibilidad de democratizar, humanizar y mejorar la imagen de la policía. Colocaron en las mujeres un don natural que consistía en desempeñar el oficio policial (definido por el uso de la violencia legítima de Estado) de forma no violenta. Otro argumento para impulsar el ingreso de mujeres fue el clima de ampliación de derechos laborales de las mujeres, escenario en el que trabajar en la policía -para una buena parte de la población- devino en el acceso a un salario, cobertura médica, seguridad social y esperanzas de crecimiento profesional.

Lejos de aceptar pasivamente la carga impuesta a las policías mujeres, ellas le dieron un significado propio a su profesión. El lugar, diminuto y delimitado, que estaba destinado para ellas no fue suficiente y sobrepasaron las proyecciones iniciales en términos de cantidad de aspirantes, cumplimiento de tareas diversas, capacitación y titulaciones, habilidad para el mando y, particularmente, destreza en el uso de la fuerza física. La demolición de los prejuicios con que las esperaron también incluye el siguiente: aprendieron a usar y aplicar la fuerza con tanta vehemencia como los hombres. La diferencia es que todavía sigue representándose socialmente a esa violencia como si fuera menos dañina que la masculina. El aumento en cantidad de mujeres no multiplicó automáticamente la clemencia policial, ni neutralizó la corrupción o la violencia, ni acentuó la responsabilidad, sino que habilitó formas nuevas de justificar la corrupción, la violencia y la irresponsabilidad policial.

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