Paradojas de la reacción penal del Estado frente al narcotráfico y al terrorismo
por Esteban Mizrahi - Universidad Nacional de La Matanza
El discurso punitivista de nuevo cuño con que el Estado reacciona frente al narcotráfico y el terrorismo es funcional al incremento de buena parte de los fenómenos delictivos que pretende combatir y además doblega los principios rectores de un estado de derecho democrático. Por lo cual los Estados contemporáneos se ven confrontados con la paradoja de tener que dejar de ser lo que son para poder seguir siendo lo que son.
Narcotráfico y terrorismo son dos fenómenos delictivos que tanto por su dimensión transnacional como por sus efectos demoledores representan amenazas de primer orden para los actuales Estados de derecho. También y no en último término porque atentan contra los fundamentos filosóficos que la modernidad elaboró para justificar el ejercicio legítimo de su soberanía.
Por un lado, el narcotráfico necesita de la existencia del Estado de derecho en su actual configuración. Una vez definida su ilegalidad, el objetivo estratégico del narcotráfico consiste en cooptar la estructura estatal y valerse de la legitimidad de la que gozan sus cuerpos represivos para perseguir competidores dentro del territorio nacional y, al mismo tiempo, desactivar toda intromisión de los aparatos de seguridad en sus áreas específicas de interés y de acción. Así, a través de la corrupción política, el lavado de dinero y el incremento desmedido de violencia callejera, el narcotráfico erosiona las bases de una cultura cívica democrática. Por lo cual, si bien es cierto que necesita del Estado, esta necesidad lejos de fortalecer los valores propios de un Estado de derecho va debilitándolos hasta transformar la trama discursiva que los sostiene en una mera retórica carente de contenido y fuerza vinculante. Por otro lado, el terrorismo transnacional de motivación religiosa hace blanco en los Estados de derecho occidentales con el propósito explícito de destruirlos. No pretende invadirlos ni colonizarlos sino aterrorizar a sus pobladores. Se trata de una estrategia que busca imponer miedo a través del uso espectacular de la violencia. Su eficacia opera más en el plano simbólico que en el material. Para realizar sus atentados, el terrorismo utiliza la infraestructura que le proveen sus víctimas y se vale de los medios de comunicación masiva como amplificador.
En consecuencia, tanto el entramado de corrupción y violencia propio de la penetración del aparato de Estado en manos del narcotráfico como la sensación de inseguridad y desamparo que conllevan los ataques terroristas logran socavar uno de los pilares sobre los que se erige el ejercicio legítimo de soberanía, a saber: el protego ergo obligo, pues la legitimidad de la soberanía estatal recae en última instancia sobre la capacidad que exhibe el soberano para proteger a los súbditos. Si no está en condiciones de ofrecer protección, tampoco puede exigir obediencia. Y caído este vínculo, el Estado deja de existir.
Por ello estos dos nuevos fenómenos criminales de dimensiones globales le plantean a los Estados de derecho democráticos el desafío de proteger a la ciudadanía en el marco de la plena vigencia de sus principios rectores. De lo contrario, se ven en la situación dilemática de dejar de ser lo que son para seguir siendo lo que son. Y ésta parece ser, no obstante, la tendencia seguida por la mayor parte de los Estados de derecho en la actualidad, cuya realidad normativa se caracteriza por una expansión penal en el marco del paradigma de la prevención.
Lo paradójico radica en que el ciudadano mismo es quien promueve un recorte adicional de sus propias libertades y garantías con la esperanza de enfrentar eficazmente los peligros que lo acechan.